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DAMASCO, Siria, nov. 27, 2012.- Cuando hay luz de día, se ve el humo que causan las bombas al tocar suelo.
De noche, las luces del fuego que buscan matar a quien les ataca desde arriba.
En Damasco, la gente lleva una semana sin dejar de escuchar los ruidos de la guerra.
A veces más lejos, que suena como realidad ajena.
A veces tan cerca que hacen vibrar el suelo.
Día y noche. No pasan diez minutos sin que un estruendo recuerde que, aunque Damasco no quiera darse cuenta, hace veinte meses estalló una revolución y ya besa la capital.
El equipo de enviados especiales de Noticieros Televisa constató combates entre el Ejército del mandatario Bashar al Assad y los rebeldes del Ejército Libre Sirio a tan sólo 3 kilómetros de la oficina presidencial, en el barrio de Lown (Lowán).
Sin embargo, los damascenos tratan de seguir su vida. Y van a la escuela y van al trabajo hasta que cae la noche y se guardan.
En la noche secuestran, roban, matan y las bombas suenan más fuerte.
En la noche no hay quién desafíe a la realidad.
De aquella ciudad cosmopolita que recibía ocho millones de turistas al año, a la que acudían estudiantes de todo el mundo a aprender árabe, bohemios a hacer su propio camino de Damasco, quedan portones cerrados, tiendas solitarias, cafés vacíos.
Estos son los callejones del corazón, del centro histórico de Damasco que solían estar bulliciosos y llenos de gente pero por las explosiones que se escuchan cada vez de manera más frecuente, prácticamente lucen por las noches como un sitio fantasma.
La capital de Siria está llena de retenes y barricadas que ha instalado el régimen porque quiere tenerla bajo control. Es su bastión y lo siente amenazado: se han registrado enfrentamientos ya en 16 puntos de la zona metropolitana.
La batalla por Damasco parece haber comenzado.
Todo mundo sabe que será larga? y será sangrienta. Porque así ha sido la revolución siria.
Y así son las guerras civiles.
En las que se pelea calle por calle y se muere calle por calle.
En las que los combatientes usan de trinchera las paredes de las casas que hacen esquina, las terrazas de los departamentos que observan desde lo alto.
En las que sufren más las ciudades porque sus edificios tardan años en borrar las heridas de guerra.
Veinte meses desde que inició la revuelta contra el presidente Assad que heredó el poder totalitario de su padre.
Ambos, por décadas construyeron una Fuerza Aérea capaz de hacerle frente a la del poderoso ejército de Israel, su vecino y rival. Y además aceptan que tienen armas químicas de destrucción masiva que prometen no utilizar, salvo que los ataquen del exterior.
En cambio los revolucionarios, además de estar divididos y contar entre sus filas lo mismo a demócratas idealistas que a simpatizantes de la red terrorista Al Qaeda, han dado la pelea con pistolas, metralletas, sin uniforme, trepados en cajas de pickups y apenas recientemente con alguna munición antiaérea. Se quejan de que el occidente no los apoya como a los rebeldes de Libia.
En Aleppo, Homs, Idlib, un millón y medio de personas han huido de sus casas. Las ciudades se quedaron sin luz, sin agua, sin combustible, sin vida.
El aroma del jazmín de oriente es ahora el olor de la pólvora y de la muerte en avenidas vacías llenas de escombros.
En Damasco no, todavía no, pero la guerra toca a sus históricas puertas.
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