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Al golpe de Estado de Ignacio Comonfort en 1857 siguió el nombramiento de Benito Juárez como presidente de la República.
La respuesta del levantado Félix María Zuloaga no se hizo esperar y decretó orden de aprehensión y fusilamiento contra Juárez y sus ministros, que ni tardos ni perezosos huyeron de la capital, formando un gobierno en el exilio.
En una reunión con sus ministros, Juárez es traicionado y un puñado de hombres irrumpe con la intención no sólo de apresarlos, sino de fusilarlos ahí mismo.
En un gesto típico de un hombre decidido a llegar a las últimas consecuencias, el presidente descubre el pecho pidiendo que disparen.
No contaba con la fidelidad de Guillermo Prieto, quien se interpone entre él y el pelotón para decir las palabras con las que pasará a los libros de texto: "Levanten esas armas. Los valientes no asesinan".
Los asesinos quedan de una pieza e inesperadamente obedecen. El oficial que los comanda envaina su sable y se retira. Podemos imaginar que, desde entonces, los allegados a Don Benito se peleaban por decir la mejor frase de su mandato.
VM,
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